DECIDÍ DEJAR LAS DROGAS.
Lo decidí anteayer. Después de pasar diecinueve
horas acurrucado en el clóset, oyendo helicópteros imaginarios. Resolví, mal
que bien, que era hora de dejar de navegar en las aguas de la fumadera radical,
del vergueo psicotrópico.
Aún así, me cuesta aceptar que soy un adicto. Sí,
muchá. Es lo que comúnmente se llama negación: un proceso más bien circular por
medio del cual uno puede darse cuenta que ha ido a la tienda a comprar un
helado con la jeringa todavía colgando del brazo, no contemplando siquiera la
posibilidad de que tiene algo parecido a un problema.
Algo que me pasó hace un par de semanas, por
cierto.
El cuate de la tienda me observaba con espanto, y
fue cuando me di cuenta que llevaba la puta jeringa aún insertada en la vena.
Lo vi a él. Me vio a mí.
–Feliz cumpleaños –dije.
Volví al apartamento, me seguí inyectando, por
supuesto.
Creo que la adicción se acrecentó cuando me dejó mi
última novia. Soy un hombre bastante romántico, verán: me meto con mujeres
difíciles. Lo único que sé es que ellas me meten siempre la verga, ellas a mí.
Y por alguna razón termino siempre oyendo
helicópteros imaginarios. O viendo Dáctilos en el baño.
Así que hoy fui a una reunión de Doce Pasos. En
donde me dijeron que tenía que asistir a noventa reuniones seguidas, así en
buena onda, para determinar si era, en efecto, un adicto. El grupo se llama
“Hazlo simple”. Estaba ansioso por saber qué encontraría en un lugar de esos.
La mara me dio una calurosa bienvenida. Todos me
hablaron de sus experiencias como adictos y me dieron sugerencias. He de
confesar que entendí muy poco de lo que hablaban, y eso por la puta náusea.
–Te ves pálido –dijo uno de ellos, el llamado Juan
Manuel, un pisado de hecho bastante amable, que me convidó una taza de café.
La taza de café no evitó que fuera a vomitar al
baño.
El síndrome de abstinencia.
Está claro que este proceso demandará un par de
huevos bien puestos.
Luego volví al departamento. Mi cabeza daba
vueltas. Y eso que no me había echado ni un tapis.
FUI A MI SEGUNDA REUNIÓN DE DOCE PASOS, no sabiendo
si estaba haciendo lo correcto o no.
Cualquier persona en su sano juicio se hubiera
alejado de las reuniones con solo ver al Gordo. Un serotón de unos tres mil
kilos y tatuajes azulados en el brazo; un pisadón con mirada amenazante y
sombría.
Pero bueno, me quedé.
Supongo que tengo demasiado que perder.
Intenté sonreírle varias veces al hijueputa del
Gordo pero es impermeable a cualquier clase de calidez humana. Su tono sugiere
contundentemente que no vino a la vida a hacer amigos.
Hoy llegó un nuevo, y le dieron a él la bienvenida.
Tenía un semblante estólido, incluso estúpido.
Al final de la reunión, el Gordo simplemente dijo,
represivo:
–Ese serote no se va a quedar.
Y luego se dirigió a mí, gratuitamente:
–Y vos tampoco.
Yo me quedé frío. Me había anulado por completo, el
verga.
Después se fue a hablarle a alguien más… a gritarle
más bien. Lo acusaba de haberse robado no sé qué cosa del grupo.
Una chava se me acercó.
Qué culo.
Dijo llamarse Bianka. Se me paró el pipe.
–Bianka con ka, me especificó.
Me gustó.
Mucho.
Y ella se dio cuenta.
Me hubiera gustado que nos quedáramos hablando un
ratito más.
CON VEINTICUATRO AÑOS, y varios de ellos perdidos
en la existencia química radical, no es tampoco una mala idea llamarse
Sebastián –Sebastián K.
Me culpan pero este amor mío a las sustancias. En
mi defensa diré que consumir es lo que pasa cuando te conciben en pleno final
de la década de los años ochenta, en una ciudad –país, de hecho– llamado
Guatemala.
O tal vez sencillamente digo esta clase de cosas
para poder autoengañarme mejor.
Pero para ser honesto, no tengo interés en acabar
mi vida de una sobredosis.
ME LLEVO MAL CON MI MADRE, me desagradan los cholos
del Call Center de la esquina, carezco de trabajo, y sobre sangro, cada cierto
tiempo, por el culo. Son algunas de las razones por las cuales he decidido
darle una oportunidad al grupo “Hazlo simple”, que queda tan cerca de mi casa,
a unas cuadras nomás. Vamos juventud.
EL GRUPO “HAZLO SIMPLE” queda en un barrio
tradicional y relativa, contextualmente tranquilo. Aún se ven flores en las
casas, entremezcladas con el razor ribbon.
Es un barrio con cierto sentido de aburrimiento, con ademán de hastío, y no
habría tanto ruido en él a no ser por una avenida tramposa que lo corta a la mitad,
restándole paz, y metiéndole un par de codazos urbanos. Parece que hay muchas
tiendas cansinas que venden chucherías, hay albañiles caminando, un charamilero
y su perro, vecinos banqueteando.
El Grupo “Hazlo simple” es un local a punto de
caerse. ¿Cuándo putas fue la última vez que lo limpiaron? Es imposible saberlo.
Solo se sabe que emite olores ambiguos. No seré yo quien me apunte a limpiarlo.
De todas maneras, da gusto el localito, con sus sillas de plástico, el ronroneo
sonoro de la cafetera chafa, que da un café que no sabe a nada espectacular,
pero está caliente, que al final es lo que importa, vaa.
EMPEZAR EL AÑO con una taza de café no es tan malo
como empezar el año chupando una traidora botella de alcohol de farmacia,
sumido en una goma gimiente–infernal. En los grupos, me explican, es normal que
a principio de año hayan muchos nuevos. Están asustados, después de la última
carnicería. Vienen bien cachimbeados. ¿Yo? Pues sí, ahuevado, cómo no.
HE REGRESADO el día de hoy al grupo, me he
encontrado con el Aníbal.
–¿Qué onda ese Aníbal? –le pregunté después a Juan
Manuel (el que me ofreciera una taza de café la otra noche).
–No sé mano, pero a mí me da mala espina, el serote
–me respondió–.
El Aníbal tendrá unos cincuenta años. Un tipo
mestizo y maleado. Sus ojos son abominablemente negros, o quizá solo negros. Es
pequeño, pero más que pequeño, es Pequeño, si me doy a entender. Chumpona de
cuero, y una colonia lo suficientemente amenazadora. No serviría de nada esta
breve descripción de el Aníbal si no dijera aunque sea algo de su barba, que,
vista de cerca, es bastante impenetrable.
Como chiveado no soy, abordé al Aníbal a las
afueras del grupo. De la tienda cercana salía un musicón. La noche ya estaba
establecida. Algunos chavos con planta de cuques en la calle. El Aníbal me
ofreció un cigarro, que acepté.
Luego hablamos de las mujeres, del pisto, del
cáncer.
Le pregunté si estaba casado.
–A las mujeres no me les gusta mi forma de ser –respondió,
procurando un efecto, tiñendo de suspense, exhibicionista.
La charla siguió durante un rato.
Luego entramos ambos a la reunión.
DESCONTADOS LOS TEMBLORES, yo diría que no me está
yendo tan mal, con esto de la desintoxicación. El día de hoy conocí en el grupo
a Esvin P., el más ruco de los presentes, algo así como el tata de la
comunidad, hasta donde alcanzo a discernir. Creo que está en el negocio de las
cortinas, o algo así. Me trata de usted. Es medio hijueputa.
–Usted tiene que entender que esta mierda no es
juego… –me decía, yo le veía el peinadito refijado con gel, su pelo ya blanco–,
esta mierda es para gente seria… –su cara aindiada presentaba arrugas
patriarcales–, esta mierda no es venir a cantar rancheras… –había solemnidad en
su trato–.
Luego se puso a putear a no sé quién. Que se
atrevió a contestarle de vuelta. Para qué. El viejo le dio una tremenda
vergueada, verbalmente hablando, dando paso a toda clase de expresiones
obscenas. Aquello era digno de verse, y de oírse.
En fin, que le respetan, al viejo. Y cuando no le
respetan, se hace respetar.
A lo mejor se necesita gente autoritaria como él,
me puse a pensar, gente con experiencia en esta onda de la recuperación, para
poner en cintura a la retahíla de adictos insolentes que pululan en esta
fragmentada y recochina ciudad. En las calles de Guatemala se cocinan tantos
personajes malditos y malolientes, es claro que alguien los tiene que enderezar
y darles un poco de ese buen amor de acero.
Luego Don Esvin procedió a putear a alguien más y
ese alguien más resulta que era Juan Manuel, para más señas, que lo escuchaba
calladito, muy en silencio, hasta servil, se me hizo.
A saber qué cagadal habrá hecho.
Luego alguien pidió la palabra: un pisado llamado
Rafa. Guácala. La pura machencia.
–Buenas noches, mi nombre es Rafa, soy adicto, y
hoy no he consumido. Yo empecé a beber con los cuates del colegio. De ni verga
me sirvió que mi papá me puteara y me puteara. Además, a él también le gusta
libar, al viejo serote, así que no me joda. Sí, muchá, es que este es un país
de alcohólicos, esa es la pura verdad. Este país es un gran chupadero, y no
tiene arreglo. Yo en mis tiempos de bolo hice toda clase de cagadales. Me
gustaba darme verga. De hecho, era un maldito para darme verga, y sigo
siéndolo. Peor si por un culito. Jaidios. Y bueno, esta cosa de la recuperación
es como darse verga. Hay pisados que vienen al grupo y todos tristes los
serotes. Pero la enfermedad no se anda con huecadas. Nombre, hay que plantarse.
Yo ya llevo un par de años de andar limpio y, fíjense, todavía me dan ganas de
meterme mierda. Peor si estoy en la playa, con ese calor de la gran puta. Una
mi chelita… Un pase... Pero para mí eso de la droga ya no es una opción. Yo
perdí un vergo de buenas chivas por la coca, chumpas de a huevo, fíjense muchá,
hasta carros llegué a perder. Hoy tengo un carro de a verga, ni modo que se lo
voy a dar de regalito al pusher. Mi huevo. La recuperación no es para pisaditos
falderos. En mi caso, no voy a dejar que
ningún serote se interponga entre mí y mi recuperación. Yo vengo aquí por mí.
Yo mañana no quiero levantarme con una goma serota. Así no hace billete. Si yo
quiero darle cosas de a huevo a la Bianka tengo que ganarme el pisto, pues. Si
quiero un nuevo celular, tengo que echar verga. Si quiero irme en moto con los
compas a La Antigua, tengo que chambear. Ah pues sí…
CONOCÍ EL OTRO DÍA a Ricky, hablamos un rato, antes
de que abrieran el grupo. Al parecer, Ricky –Ricardo M.– no se lleva bien con
su madre, igual que yo.
A cada mujer que pasaba caminando por allí, Ricky
se la intentaba cantinear, más bien torpemente, procurando además abultar y
obstinar los musculitos, seguramente trabajados de hora en hora en un gimnasio.
–Mirá qué buena está esa, vos.
Uno se da cuenta que Ricky solo piensa en coger
culos.
Significa: que cuando uno habla con él, él está
hablando con las chiches de cualquier hembra que está circulando en las
proximidades.
YO PREGUNTÁNDOME por qué diablos no abrían el
grupo. Estaba muy nervioso. Un carro
pasó en la calle, a full.
–Tranquilo, papaíto –me dice Ricky, encorsetado en
una t–shirt demasiado apretada para el buen gusto–. Tené paciencia,
hombre. Ya va a venir alguien con la
llave.
Finalmente, se asomó Juan Manuel, muy sonriente,
abrió el local. Me preguntó cómo estaba. Le dije que muy ansioso.
–Es muy normal –me explicó con cierta afable
condescendencia, con aires de orientador.
Me preguntó si quería consumir. Le dije que no.
Pero en realidad sí quería.
Empezó la reunión. Compartiendo estaba el Aníbal,
cuando entró Bianka. Oh–oh. Sentí como si el alma se me iba por una excitante y
libertina y shuca pendiente. Puta, qué guapa es. Hasta a don Esvin se le paró
el momificado chile, creo yo.
Juan Manuel se dio cuenta de mi interés por ella,
el pisado.
–Vos rey: cuidado con la Bianka, porque es novia
del Rafa –me advirtió, pulcramente, con un rostro compuesto por un sentido de prudencia
infinito, odeado de un aura de sabiduría inconmensurable.
Pero yo no podía dejar de contemplar su carita
sensual y láctea.
Y de verle el culo.
En ese momento de absorción meditativa, entró,
justamente, Rafa, el novio, con su planta de macho alfa. Hombre de gestos
asertivos y mirada intolerante, sulfurada.
En el grupo, todas las cosas –las tazas, la campana
de la mesa, las sillas– se achiquitaron, se encogieron, del puro miedo, cuando
entró Rafa. Rafa es un cuate bien bravo.