DECIDO ESPERARLA aún otro rato, y entonces me dan
ganas de echarme un tapis. Con toda esta gente destrabada alrededor, me empiezo
a sentir… inadecuado, desprotegido.
Resisto la tentación amarga y atormentadora, de
puro milagro; y me voy a buscar a Martina adentro de la casa.
Recorriendo las estancias, uno se da cuenta que el
este loco le ha metido un vergo de billete a su residencia. Muebles de gran
fineza... Objetos nada pútridos sobre las mesas... Y unos cuadros para
cagarse... Cosas de colección, qué se entiende... El gringo cara de verga es
millonario.
La casa tiene tres pisos, un resto de cuartos, así
que tardo no poco en recorrerla toda. Noto que hay aire acondicionado en todos
los ambientes, toda clase de amenidades tecnológicas. Qué palacio.
Pronto entro a un cuarto en donde hay una gran
biblioteca. Dudo que hayan otras bibliotecas parecidas a ésta en Monterrico. Me
acerco a ver los libros. Me encuentro con que uno de ellos se llama: “Hitler,
amo y señor”. Y otro: “Resistencia antisionista: estrategias ante un mundo
progresivamente judío”. Y luego me doy cuenta que hay un resto de libros
escritos por mara bien nazi, incluido el Mein Kampf, de un tan Hitler.
El gringo es, exactamente, un fascista.
Cosa que nunca se me hubiera pasado por la cabeza.
Para empezar porque anda con una mujer –Rita– que
es teóricamente negra.
Y además, planta de nazi no tiene. Pero eso sería
caer en estereotipos, supongo.
Toda clase de objetos alusivos al
nacionalsocialismo: una daga de la SS, y más allá, una foto de una señora
llamada Ilse Kock, que no sé quién es, pero que seguramente es una fichita en
el universo nazi/maximalista.
En el cuarto–estudio hay un gran sillón de cuero,
alumbrado por una lámpara ocre. No puedo resistir sentarme un rato. Los paneles
de la lámpara son de un material amarillento. Y entonces veo que en la base de
la misma, hay una svástica de metal.
Se escucha un ruido: es el gringo loco, que ha
entrado a la biblioteca.
–Ah, herr Sebastián, veo que ya has conocido mi
pequeño lugar de libros.
El gringo loco ahora se las da de alemán.
Qué clavo que me descubrió en su biblioteca. Tal
vez piensa que me metí a huevearle algo... Ay, qué mierda más incómoda.
–Eh, sí, la verdad estoy buscando a Martina.
–He visto a Martina en la piscina: ella te está
buscando a usted. Pero por favor, no te levantés, no te levantés –dice en
castellano americo–chapinoide.
El gringo crazy nazi no es exactamente joven,
aunque sus gestos emanan vitalidad, fanatismo.
–Supongo que ya has tenido tiempo de apreciar mis
libros.
–En realidad… acabo de entrar.
–Ah, qué lástima. Qué lástima, de verdad.
–Me disculpo, está claro que éste lugar es privado.
–Oh no, ningún problema. Todos saben qué clase de
libros yo leer. No creo que hayás hecho nada de malo. Nada de malo.
El gringo loco mira el techo, sin razón.
El gringo loco (cuyo nombre, ahora me doy cuenta,
ignoro) no tiene planta de nazi, tiene planta de hipi desgarbado, sin rasurar,
con la camisa abierta, despide el olor de alguien que no se ha bañado en
incontables días. Habla muy rápido, está claro que debido a la cantidad de
droga que ya se ha metido. La clase de pisado que le gusta experimentar con las
sales de baño. De vez en cuando me pone la mano en el hombro. Muestra voluntad
de caer bien. Luego me invita a un trago. Por un microsegundo, considero
aceptarlo (Dios sabe que lo necesito) pero al final digo, con alguna franqueza:
–Gracias, no tomo.
El gringo abre bien grandes los ojos, en señal de
asombro, como si me hubiera descubierto con un vestido de lentejuelas puesto o
algo así. Pero la verdad es que ya se está sirviendo él mismo un whiskey de un
barcito en la esquina.
–Tengo unos amigos que vendrán la otra semana.
Están muy interesados en conocer mi lámpara. Asumo que ya habrás tenido chance
de verla.
Le digo, por decir algo, que sí.
–Es una de las famosas lámparas humanas hechas en
el campo de concentración de Buchenwald. Fueron hechas de tejido humano. De
piel judía, quiero decir.
Por la gran puta. ¿Qué hago? ¿Me voy mil veces a la
verga? ¿Y qué pasa si el tipo se pone violento? Le pido a mi Poder Superior una
ayudita, para salir de esta situación tan desagradable. Él dirá.
El gringo loco tose, y dice:
–¡Y algunos aseguran que son puros mitos! Pero eso
es lo que nosotros mismos –nosotros los nazis, quiero decir– queremos que
crean. No sé si lo sabés usted, pero los nazis tenemos las mejores compañías de
relaciones públicas a nuestra disposición.
Luego el gringo indica la foto en la pared:
–Le presento a Ilse Kock, llamada también la Loba
de Buchenwald, la Bruja de Buchenwald, o simplemente la Puta de Buchenwald. Fue
ella quien decidió hacer unas lámparas con la piel de los prisioneros, y
regalarle a la humanidad otro par de cositas interesantes. Pues bien: yo mismo
adquirir una de esas lámparas. Pagué lo que algunos considerarían una fortuna.
Sí, bueno, una pequeña fortuna.
Creo que me está dando fiebre o no sé qué. Algo
seriamente no marcha con este cuate. ¡Este hijo de puta tiene una lámpara hecha
de piel humana!
–Es igual a la lámpara de Mark Jacobson. ¿Sabe
usted quién es Mark Jacobson? ¿No? No lo dude por un segundo, la lámpara es
real, muy real. A veces me pongo
debajo de ella, a recibir su luz, a recibir su luz… y su gracia.
Decidí que debía separarme del sillón, del cual no
me había levantado hasta ahora.
–Supongo que a vos en cambio no te gusta recibir la
luz de mi lámpara. Qué lástima. Es la luz que necesitamos en el mundo, en este
momento.
No me atreví a decirle ni verga. Sentí escalofríos
en la espina dorsal. Me estaba dando náusea.
El gringo seguía y seguía hablando alrededor del
tema de la luz, como si intentara convencerme de algo:
–Hay muchas personas actualmente oscureciendo esta
luz. Y lo cierto es que se están
reproduciendo demasiado rápido. Son como cucarachas. Es tiempo de volver a los
antiguos modales, digo yo. Tiempo de enderezar las estadísticas.
Finalmente, adquirí valor para expresar algo, aún
si no demasiado heroico:
–Lo lamento, Martina me espera, debo volver a la fiesta.
–Claro, claro. Por favor sentíte libre de regresar
a mi biblioteca cuando you want. Y si
querés usar el baño, está al fondo, a la derecha. Tal vez tengás ganas de
lavarte las manos: yo he puesto un jabón muy especial, para usted.
Salgo prácticamente corriendo de allí. En el cuarto
se queda el gringo loco, emitiendo una carcajada oscura.
Maldición.
De todos las fiestas, ir a la puta fiesta de un
nazi.
En la piscina encuentro efectivamente a Martina,
quien me informa que me ha estado buscando.
–Salgamos de este lugar –casi le imploro.
Que no preguntara por qué, sino simplemente me
siguiera hasta la salida, entre el gentío mutante, fue algo que agradecí.
De pronto estábamos de vuelta en la carretera, bajo
la noche larga, que digitaba estrellas.
Vamos a mi hotel. Caminamos un poco en la playa.
Luego, sí, cogemos. Solamente el dulce amor de Martina consigue retirarme la
maldita sensación de rabia y odio que me ha dejado el crazy nazi gringo.
Amanecemos en mi cuarto, abrazados, Martina y yo.
Hacemos el amor una vez más, por la mañana. Después
de todo, ella está por irse de Monterrico, y es muy posible que no la vuelva a
ver en mi vida. De todos modos, le digo que me busque en facebook.
Luego se marcha.
En la tarde me da una especie de depresión. No
puedo dejar de pensar en el cuerpo, en la constitución sensual de Martina, en
como la vida te va arrancando los momentos, las oportunidades más bellas. Es un
sentimiento de soledad asqueroso. Casi me dan ganas de tirarme al mar o fumarme
una piedra. Quiero drogarme. La vida es ella misma nazi. Sé que hay substancias
enigmáticas que me ayudan a sobrellevarla: ¿por qué no aprovecharlas, aunque en
ciertos días quemen un poquito? En un sentido muy real, necesito drogarme.
Necesito un poco de medicina… Este dolor… Este insoportable dolor…
Me levanto, dispuesto a comprarme un par de grillos
en el pueblo, o lo que putas sea, pero luego recuerdo el rostro alentador de
Juan Manuel, y me digo: no, bróder, hacélo bien. Ya sabés a donde vas a ir a
parar. Ya sabés a dónde es que lleva esta mierda.
Empiezo a caminar. Camino y camino. Camino digamos
kilómetros. El atardecer me va regalando sus colores rojizos y borneados. Sigo
caminando, hasta que me salen ampollas en los pies.
Cuando regreso es ya perfectamente de noche.
Me dejo caer enfrente del hotel.
En cuanto a las ganas de drogarme, se han
evaporado.
Veo las estrellas, sobre mí.
Si el Poder Superior me está tratando de transmitir
un mensaje a través de este espectáculo grandioso, lo está consiguiendo. La
inmensidad cósmica. Me siento yo mismo como una de esas estrellas. Parte de
esta composición, de esta melodía inagotable, de este conjunto enigmático. Todo
allá arriba está cargado de orden y funcionalidad, pero también de apertura y
de misterio. La brisa me acaricia la cara. Me siento de golpe libre; no
necesito averiguar por qué pisados me siento libre, pero eso: me siento libre.
Mañana volveré a la ciudad: seré otro.