8.

DECIDO ESPERARLA aún otro rato, y entonces me dan ganas de echarme un tapis. Con toda esta gente destrabada alrededor, me empiezo a sentir… inadecuado, desprotegido.
           
Resisto la tentación amarga y atormentadora, de puro milagro; y me voy a buscar a Martina adentro de la casa.
           
Recorriendo las estancias, uno se da cuenta que el este loco le ha metido un vergo de billete a su residencia. Muebles de gran fineza... Objetos nada pútridos sobre las mesas... Y unos cuadros para cagarse... Cosas de colección, qué se entiende... El gringo cara de verga es millonario.
           
La casa tiene tres pisos, un resto de cuartos, así que tardo no poco en recorrerla toda. Noto que hay aire acondicionado en todos los ambientes, toda clase de amenidades tecnológicas. Qué palacio.
           
Pronto entro a un cuarto en donde hay una gran biblioteca. Dudo que hayan otras bibliotecas parecidas a ésta en Monterrico. Me acerco a ver los libros. Me encuentro con que uno de ellos se llama: “Hitler, amo y señor”. Y otro: “Resistencia antisionista: estrategias ante un mundo progresivamente judío”. Y luego me doy cuenta que hay un resto de libros escritos por mara bien nazi, incluido el Mein Kampf, de un tan Hitler.
           
El gringo es, exactamente, un fascista.
           
Cosa que nunca se me hubiera pasado por la cabeza.
           
Para empezar porque anda con una mujer –Rita– que es teóricamente negra.
           
Y además, planta de nazi no tiene. Pero eso sería caer en estereotipos, supongo. 
           
Toda clase de objetos alusivos al nacionalsocialismo: una daga de la SS, y más allá, una foto de una señora llamada Ilse Kock, que no sé quién es, pero que seguramente es una fichita en el universo nazi/maximalista.
           
En el cuarto–estudio hay un gran sillón de cuero, alumbrado por una lámpara ocre. No puedo resistir sentarme un rato. Los paneles de la lámpara son de un material amarillento. Y entonces veo que en la base de la misma, hay una svástica de metal.
           
Se escucha un ruido: es el gringo loco, que ha entrado a la biblioteca.
           
–Ah, herr Sebastián, veo que ya has conocido mi pequeño lugar de libros.
           
El gringo loco ahora se las da de alemán.
           
Qué clavo que me descubrió en su biblioteca. Tal vez piensa que me metí a huevearle algo... Ay, qué mierda más incómoda. 
           
–Eh, sí, la verdad estoy buscando a Martina.
           
–He visto a Martina en la piscina: ella te está buscando a usted. Pero por favor, no te levantés, no te levantés –dice en castellano americo–chapinoide.
           
El gringo crazy nazi no es exactamente joven, aunque sus gestos emanan vitalidad, fanatismo.
           
–Supongo que ya has tenido tiempo de apreciar mis libros.
           
–En realidad… acabo de entrar.
           
–Ah, qué lástima. Qué lástima, de verdad.
           
–Me disculpo, está claro que éste lugar es privado.
           
–Oh no, ningún problema. Todos saben qué clase de libros yo leer. No creo que hayás hecho nada de malo. Nada de malo.
           
El gringo loco mira el techo, sin razón.
           
El gringo loco (cuyo nombre, ahora me doy cuenta, ignoro) no tiene planta de nazi, tiene planta de hipi desgarbado, sin rasurar, con la camisa abierta, despide el olor de alguien que no se ha bañado en incontables días. Habla muy rápido, está claro que debido a la cantidad de droga que ya se ha metido. La clase de pisado que le gusta experimentar con las sales de baño. De vez en cuando me pone la mano en el hombro. Muestra voluntad de caer bien. Luego me invita a un trago. Por un microsegundo, considero aceptarlo (Dios sabe que lo necesito) pero al final digo, con alguna franqueza:
           
–Gracias, no tomo.
           
El gringo abre bien grandes los ojos, en señal de asombro, como si me hubiera descubierto con un vestido de lentejuelas puesto o algo así. Pero la verdad es que ya se está sirviendo él mismo un whiskey de un barcito en la esquina.
           
–Tengo unos amigos que vendrán la otra semana. Están muy interesados en conocer mi lámpara. Asumo que ya habrás tenido chance de verla.
           
Le digo, por decir algo, que sí.
           
–Es una de las famosas lámparas humanas hechas en el campo de concentración de Buchenwald. Fueron hechas de tejido humano. De piel judía, quiero decir.
           
Por la gran puta. ¿Qué hago? ¿Me voy mil veces a la verga? ¿Y qué pasa si el tipo se pone violento? Le pido a mi Poder Superior una ayudita, para salir de esta situación tan desagradable. Él dirá.
           
El gringo loco tose, y dice:
           
–¡Y algunos aseguran que son puros mitos! Pero eso es lo que nosotros mismos –nosotros los nazis, quiero decir– queremos que crean. No sé si lo sabés usted, pero los nazis tenemos las mejores compañías de relaciones públicas a nuestra disposición.
           
Luego el gringo indica la foto en la pared:
           
–Le presento a Ilse Kock, llamada también la Loba de Buchenwald, la Bruja de Buchenwald, o simplemente la Puta de Buchenwald. Fue ella quien decidió hacer unas lámparas con la piel de los prisioneros, y regalarle a la humanidad otro par de cositas interesantes. Pues bien: yo mismo adquirir una de esas lámparas. Pagué lo que algunos considerarían una fortuna. Sí, bueno, una pequeña fortuna.
           
Creo que me está dando fiebre o no sé qué. Algo seriamente no marcha con este cuate. ¡Este hijo de puta tiene una lámpara hecha de piel humana!
           
–Es igual a la lámpara de Mark Jacobson. ¿Sabe usted quién es Mark Jacobson? ¿No? No lo dude por un segundo, la lámpara es real, muy real. A veces me pongo debajo de ella, a recibir su luz, a recibir su luz… y su gracia.
           
Decidí que debía separarme del sillón, del cual no me había levantado hasta ahora.
           
–Supongo que a vos en cambio no te gusta recibir la luz de mi lámpara. Qué lástima. Es la luz que necesitamos en el mundo, en este momento.
           
No me atreví a decirle ni verga. Sentí escalofríos en la espina dorsal. Me estaba dando náusea.
           
El gringo seguía y seguía hablando alrededor del tema de la luz, como si intentara convencerme de algo:
           
–Hay muchas personas actualmente oscureciendo esta luz. Y lo cierto es  que se están reproduciendo demasiado rápido. Son como cucarachas. Es tiempo de volver a los antiguos modales, digo yo. Tiempo de enderezar las estadísticas.
           
Finalmente, adquirí valor para expresar algo, aún si no demasiado heroico:
           
–Lo lamento, Martina me espera, debo volver a la fiesta.
           
–Claro, claro. Por favor sentíte libre de regresar a mi biblioteca cuando you want. Y si querés usar el baño, está al fondo, a la derecha. Tal vez tengás ganas de lavarte las manos: yo he puesto un jabón muy especial, para usted. 
           
Salgo prácticamente corriendo de allí. En el cuarto se queda el gringo loco, emitiendo una carcajada oscura. 
           
Maldición.
           
De todos las fiestas, ir a la puta fiesta de un nazi.
           
En la piscina encuentro efectivamente a Martina, quien me informa que me ha estado buscando.
           
–Salgamos de este lugar –casi le imploro.
           
Que no preguntara por qué, sino simplemente me siguiera hasta la salida, entre el gentío mutante, fue algo que agradecí.
           
De pronto estábamos de vuelta en la carretera, bajo la noche larga, que digitaba estrellas.
           
Vamos a mi hotel. Caminamos un poco en la playa. Luego, sí, cogemos. Solamente el dulce amor de Martina consigue retirarme la maldita sensación de rabia y odio que me ha dejado el crazy nazi gringo.    
           
Amanecemos en mi cuarto, abrazados, Martina y yo.
           
Hacemos el amor una vez más, por la mañana. Después de todo, ella está por irse de Monterrico, y es muy posible que no la vuelva a ver en mi vida. De todos modos, le digo que me busque en facebook.   
           
Luego se marcha. 
           
En la tarde me da una especie de depresión. No puedo dejar de pensar en el cuerpo, en la constitución sensual de Martina, en como la vida te va arrancando los momentos, las oportunidades más bellas. Es un sentimiento de soledad asqueroso. Casi me dan ganas de tirarme al mar o fumarme una piedra. Quiero drogarme. La vida es ella misma nazi. Sé que hay substancias enigmáticas que me ayudan a sobrellevarla: ¿por qué no aprovecharlas, aunque en ciertos días quemen un poquito? En un sentido muy real, necesito drogarme. Necesito un poco de medicina… Este dolor… Este insoportable dolor…
           
Me levanto, dispuesto a comprarme un par de grillos en el pueblo, o lo que putas sea, pero luego recuerdo el rostro alentador de Juan Manuel, y me digo: no, bróder, hacélo bien. Ya sabés a donde vas a ir a parar. Ya sabés a dónde es que lleva esta mierda.
           
Empiezo a caminar. Camino y camino. Camino digamos kilómetros. El atardecer me va regalando sus colores rojizos y borneados. Sigo caminando, hasta que me salen ampollas en los pies.
           
Cuando regreso es ya perfectamente de noche.
           
Me dejo caer enfrente del hotel.
           
En cuanto a las ganas de drogarme, se han evaporado.
           
Veo las estrellas, sobre mí.


Si el Poder Superior me está tratando de transmitir un mensaje a través de este espectáculo grandioso, lo está consiguiendo. La inmensidad cósmica. Me siento yo mismo como una de esas estrellas. Parte de esta composición, de esta melodía inagotable, de este conjunto enigmático. Todo allá arriba está cargado de orden y funcionalidad, pero también de apertura y de misterio. La brisa me acaricia la cara. Me siento de golpe libre; no necesito averiguar por qué pisados me siento libre, pero eso: me siento libre. Mañana volveré a la ciudad: seré otro.