7.

DESASOSIEGO. Desesperación. Desidia.
           
El apartamento me resulta cada vez más claustrofóbico. Lo siento, pero necesito salir de aquí. Necesito escapar.
           
Allí nos vientos.



DESPUÉS de la historia del recepcionista, ya no quiero saber ni mierda de la ciudad de Guatemala. 
           
Estoy saturado del grupo y friqueado por la Loca Serota. La vida se me ha puesto un poco intensa y sofocante… y sin la ayuda de fármacos, me resulta difícil enfrentarla con gracia.
           
Y más que darme por aludido, prefiero buscar un paraje con pájaros audibles, humanos decentes, un lugar receptivo, lejos de tanto piloto de bus estoicamente asesinado al frente de la burra que neciamente conduce, de tanta santa mujer típicamente decapitada. Y asimismo lejos de tanto profesional hijo de la gran puta, de tanta pinta y pandillero sin compasión, de tanto culero corporativo, de tanta rata funcionaria, de tanto sicario que te quiere quebrar el culo, de tanto rico exorbitante, mientras sus congéneres se mueren con el chaye del hambre en la panza. Bueno fuera que esos millonarios shucos compartieran aunque sea lo que tiran a la basura. En lugar de eso, se ponen a farfullar sobre el estado de derecho y qué sé yo. 
           
Pilas, Sebastián. ¿A dónde querés ir? Es hora de cranear nuestro próximo destino. ¿Pana? ¿Petén? Pero a lo mejor queremos ir a la playa. Necesitamos de las cualidades regenerativas de la sal. Y el océano pacífico puede darnos justo lo que necesitamos. ¡Monterrico! Es cierto que Monterrico no es tampoco el non plus ultra de las playas pero considero de todas maneras que sus arenas negras sabrán curarme.
           
Llamo a mi madre, y le pido prestado un vehículo. Le explico mi intención de salir a la ciudad. La conforto y le digo que no voy a meterme nada en el organismo que altere mi percepción de la realidad. Me presta el carro. Mismo que paso a recoger velozmente (mi madre no vive demasiado lejos). Hago mi maleta y preparo mis chivas. Ya sho, ciudad mierda.



EL CARRO que me ha prestado la vieja es bien de a huevo. Una afilada y nada perezosa pieza de ingeniería automovilística. Vos, Sebastián, me digo: esto es volar sin drogas.

En el Canal de Chiquimulilla hay un pijo de niños, como si fueran un pequeño club de roedores. Los güiros están chingándose entre ellos, o chingándome a mí. Lo siento muy cerca: el gozo infinito de un cuerpo de agua navegable… Manglares luminosos vibran en lo líquido… Un trancazo de vida… Percibo un cayuco... Tres... En la ciudad han quedado los medio entes, los que no atinan, los shucos organismos, los machos como el Rafa, los pedazos de caca. Todos me pelan la verga. 
           
Ya del otro lado del canal, siento cómo el paisaje me eleva. Me temo que me costará mucho salir de este lugar y regresar. Me siento bien de a huevo. Los kilómetros se suceden unos a otros, ebrios, bolos. ¿Qué onda, Sebastián? ¿No hiciste bien en zafarte? ¿No fue una auténtica cortesía de tu parte regalarte este viaje? ¿No te hacían falta estas mil toneladas de luz? 
           
Llego al pueblo de Monterrico. El pueblo y sus calles de arena, sus gallinas nerviosas, sus tiendas perezosas. Lujo. Unas señoras vendiendo collarcitos, calzonetas chafas. Un perro cogiéndose a una perra chillante.
           
Voy directo al hotel, que he reservado previamente. En una de las mesas de la playa, bajo una sombrilla roja, un señor está comiéndose un cevichón, evidentemente satisfecho. Más acá, un gringo se toma una chela. El clima es perfecto. Las palmeras son acariciadas por una brisa a veces fuerte, a veces imperceptible. Algunos personajes asoleándose. No deja de ser reconfortante que mientras a un montón de culeros se los está llevando la gran puta y se asfixian de trabajo –que me hagan la caridad– yo estoy delante de una vista espectacular en la playa, con el sol reverberando en el agua intacta, y algunas mujeres dándonos una vista carnal insuperable.
           
Me dan un cuarto en el segundo piso; allí está la cama oblonga y su  mosquitero: pongo el ventilador, me recuesto, me tiro un pedo: todo bien.
           
Luego de un rato, me pongo la calzoneta, y salgo nuevamente, observo el vasto conjunto de agua salada, hasta hacerme uno con él. Fijo esto es la felicidad. El espectáculo de las olas cayendo con estruendo torvo nos hace menos mamones, nos desinfecta de tantísima amargura y tantas comidas de mierda y tantas experiencia chafas en el territorio de la droga inagotable, siempre agotándose, tantísimas noches de estar frikiado y tanta mugrienta paranoia y tanto hedor químico. El efecto es cicatrizante. El agua trae y lleva un palo huérfano. La playa de arena negra va recibiendo el oleaje. El cielo está superdespejado. No hay serote más feliz que yo en la faz de la tierra.
           
Pronto estoy hablando con un empleado del hotel, de mirada casera, que resulta ser muy buena onda. Él mismo se me ha acercado a preguntarme si me gusta el mar. Al principio pensó que yo era gringo, pero le corregí y le dije que era de la ciudad. Él me comenta que no le gusta la ciudad, porque allí son “bien macizos” y solo les interesa “meterle a uno el huevo”. No puedo estar más de acuerdo.         
           
Buena onda el cuate, porque me coloca una sombrilla en la playa, debajo de la cual pongo una mi toalla, y me recuesto. ¿Exactamente qué hay de malo con esto? Exactamente nada. Sí, manito, esto es la cocha felicidad. La pura eyaculación. La brisa va depositando una fina película de sal en mi rostro.            
           
Una pequeña muchedumbre toma el sol. Unos juegan vóley, a veces sobrevalorando sus aptitudes para el juego.
           
Mi ojo registra los cuerpos del grupo de chapinas en bikini. Hay allí un par de culos decentes. No serán sus acompañantes efebos y eunucos quienes podrán darle el ajuste erótico que ellas necesitan. Yo –más bien– soy el tipo de compañía que necesitan. No es que me las quiera de llevar de bien salsa, pero ya desnudo y dispuesto, todas se cagan. Es el consenso entre mis amantes. 
           
Luego están las chatías extranjeras: algunas de ellas como se sabe son muy feroces en la cama, con pusas espectaculares que tienen vida y voluntad propia.
           
Pronto estoy metido en una especie de modorra; se han formado dos equipos de vóley: el de los locales y el de los extranjeros. Los extranjeros les están dando una chamarreada a los locales. Nombre, muchá.
           
Pero en el fondo a quién le importa. Estoy decidido a que no me importe ni verga de aquí en adelante. De vez en cuando, pasa un vendedor y me vende en un murmullo algo que ni sé qué es, un collar tal vez. Digo no gracias no gracias. Uno de los extranjeros se ha metido un putazo por querer llegarle a la bola. No es propio de mi persona juzgar a las personas por no saber jugar vóley, pero honestamente qué mula. 
           
Me voy a almorzar, duermo un rato, y luego me pongo a ver el horizonte, seriamente contento. A lo lejos vuelan los pelicanos. He visto esto antes, pero a la vez es como si lo viera por primera vez. Qué placer más coche el que estoy sintiendo. He llegado a la zona inconfundible de la felicidad. He descubierto la escalera al cielo. La vida, papaíto.
           
Más tarde, salgo a caminar al pueblo, un pueblo sobrevaluado en mi forma de verlo, pero como ya dije: todo a estas alturas me da igual. El tortugario está cerrado, o por lo menos no hay nadie a la vista. Un bolo local está con unos mates pero yo ni caso le hago. Me está costando ponerme como la gran puta, a estas alturas. El relax manda.
           
Deambulo todavía por allí, por allá, luego vuelvo al hotel. Y en el hotel, me pongo en una hamaca, a recibir la noche. Un repertorio de buenas vibras me inunda. Feliz y contento. Hasta me echo un pequeño cuaje. Eso es todo. Ahí nos chocamos.



HE IDO Y FUI al veintiúnico bar de Monterrico, y pedido una naranjada a quince varas. Buena música, emanando de una laptop controlada por un gringo de rastas ligamentosas.
           
Las gringas toman Gallos o Coronas, y emprendo la conversación con una de ellas. No me siento lastimero, sino por el contrario tengo la autoestima chilera y hasta el techo. Este mundo no es para los alicaídos, me parece. Dan lástima los que no pueden ni hablarle a un culo. Nombre muchá.
           
Pronto ando metido en una conversación estimulante con una chica estimulante. A huevos que hay química entre nosotros. Nel, no es mi imaginación. Es algo muy real. 
           
La chava es canadiense. Se llama Martina. Ha venido a mochilear a Centroamérica (en un par de días se va a Costa Rica, de hecho). Anda con otro par de amigas, a quienes me presenta. Tiene veintidós bellos añitos. Y es tan buena onda que inclusive me invita a una cerveza.   
           
Que por supuesto rechazo.
           
Y le explico por qué.
           
Y ella se porta totalmente comprensiva conmigo, y me cuenta de un su primo, que también está viviendo el proceso de la recuperación.
           
Hablamos como durante una hora seguida, sin que jamás se establezca ninguna clase de hueva entre nosotros.
           
Es cuando el gringo, el gringo loco de la barra, se pone a conversar con nosotros. Un cuate totalmente pirado, que toma chela tras chela. Dice que tiene una compañía de informática en los Estados Unidos, pero que de vez en cuando viene a Guatemala, y que tiene una casa aquí mismo en Monterrico. Nos mira a Martina y a mí con esa mirada pujante y como loca. Y yo miro a Martina. Y Martina me mira a mí. De todas maneras, le ponemos atención, Martina y yo, porque se nota que es un tipo interesante, en su estilo y a su modo. Incluso nos invita a una fiesta en su casa, a la noche siguiente. Y nosotros entonces decimos: por qué no. El Gringo nos da una especie de flyer con un mapa para llegar a su casa, luego se va a hablar con alguien más.
           
Al rato, Martina parte con sus amigas, pero quedamos en vernos en la tarde de mañana, delante de su hotel, en la playa. Feliz y rendido, me voy a dormir.



CUANDO al día siguiente me levantaron los cantos de los pájaros, supe que seguía en el paraíso.



DESAYUNO DE TODO. Sigo en modo pelex. El universo me pela tres o más bien cuatro cuartos de moronga.
           
Luego del desayuno, duermo todavía otro rato, y después me voy a bañar al mar. Soy muy bueno para nadar en el océano. Sé como lidiar con la intensidad de las olas. Muchas veces me meto debajo de ellas. Estoy divirtiéndome como nunca, sumergido en las aguas rítmicas, deliciosamente minerales. Recordaré este momento toda mi vida.
           
Un niño se me queda viendo desde la arena como si quisiera él también meterse debajo de las olas.
           
Después de almuerzo, leo un rato el libro de Meditaciones, en mi habitación. Desde allí, se puede escuchar la chingadera de unos locales, en la casa vecina al hotel. Clásicos hijueputas chapines sin educación que les pela la verga el bienestar de los demás.
           
Como a las cuatro, me voy a buscar a la Martina.
           
Pronto estamos en su cuarto, cogiendo, suavecito, rico, machacándonos lentamente, tocándonos en los diez y ocho puntos en donde hay que tocarse. Esta mujer es para cagarse. Y cuando hace el amor, lo hace con una expresión suavecita, amorosa. Tiene el gel de la sucia dulzura. Me dice las cosas correctas, en inglés, o en español torpe, pero bello.
           
El cuarto de Martina no es uno de esos típicos cuchitriles rellenos de cucarachas pero tampoco un cuarto pretencioso y caro. Se está bien aquí. Al parecer, lo comparte con una de sus amigas de viaje, que ha tenido la elegancia de darnos un poco de privacidad. Seguimos cogiendo, y luego nos vamos a ver el atardecer, igual que dos novios.
           


LUEGO DEJO a Martina, con la promesa de pasar a recogerla más tarde, para ir a la fiesta del gringo loco de ayer. Así que me tomo una ducha, tan largamente como puedo, y como algo ligero.
           
Más tarde vuelvo por Martina, pero ya en carro. Suena a que me la voy a pasar demasiado de a huevo, hoy por la noche.
           
Martina está radiantemente bella. Qué señor culo. Todos los hombres en el hotel pensaron: “Uf, qué hembra”. Pero yo fui el que me la terminé llevando.             Esta noche ella será únicamente mía y de myself.
           
El gringo loco me ha dado un papel, un flyer o mapa para llegar a su casa. Manejamos unos kilómetros por la carretera, hasta dar con un camino de tierra en el cual hay que meterse, entre matorrales, cundido de un extravagante ruido de chicharras, que a huevos apreciamos. Es la manera en que celebran nuestra presencia. Damos con la casa, enfrente de la cual hay otros carros parqueados.
           
La puerta de entrada está abierta, así que entramos. Qué es esta mierda, me digo a mí mismo. Nos vamos topando con una fiesta que no se sabe si es de ricos, de hipis, de sadomasos, o de qué.
           
Una cosa marciana, la verdad.
           
Por un lado, la fiesta es muy opulenta: hay un gran mesa con viandas y frutas tropicales, catering y toda la mierda, meseros al centavo, un dj generando ondas de sonido electrónico, los invitados bebiendo copas susurrantes de champagne.       
           
Pero también se dan unos efectos de vulgaridad folklórica que solo en los chuchos.
           
Veníte, le digo en español a la Martina, y la llevo a la parte externa de la casa. Allí hay una piscina, una de esas piscinas que se confunden con el horizonte.
           
–¿Champagne? –pregunta un mesero.
           
–Seven up –respondo.
           
Hay un grupito cerca del bar que parece más bien el entourage de un rapero famoso de Los Ángeles.
           
Una escultura del hielo de un cisne, derritiéndose sin entender nada. No me pregunten cómo putas llegó allí.
           
Es obvio que la mara se ha metido un vergo de pepas, porque todos se andan toqueteando. En la piscina, dos hombres en calzoneta se besan, muy pero muy calientes. Me parece que veo a alguien meterse un popper. Me parece que veo a alguien inhalar un buen gordo pase en un espejo. Me parece que el alcohol no cesa de fluir, de ser fluyente alcohol.
           
En un momento, vemos a nuestro anfitrión, que zumba de un rancho adyacente para venir a saludarnos.
           
–Espero que los estén tratando correctamente –dice, estrechándome la mano–. ¿Qué tal estás, querida? –se dirige a Martina.
           
Le agradecemos la invitación. Hablamos todos en inglés.
           
–Lo más importante es que se diviertan y conozcan algunos de mis amigos.
           
En un momento, una mujer negra y palaciega vestida de leopardo para intimidad y procede a abrazar a nuestro anfitrión. Pudimos apreciar sus curvas técnicamente perfectas.
           
–Ella es Rita.
           
Rita es una beliceña de esas que cuidadito, que Dios guarde.
           
Rita me pregunta que qué hago.
           
Le digo que periodista, por decir lo primero. 
           
–Ah –dice ella, despectivamente–: no sabía que el periodismo ya existía en este país.
           
Aprecié su razonamiento y su sentido del humor.
           
–Creo que no estoy suficientemente calificado para responderle –reí.
           
Luego el anfitrión y Rita se van a otro lado. Nos quedamos Martina y yo, juntos, juntitos, diciéndonos cositas, parece que amándonos, tratándonos adecuadamente, ya listos para buscar cuarto.
           
En un momento, nos metemos a un baño. Y allí me hace una paja. Martina es amorosa, pero el amor que da es bien sucio. Me vine bien rápido, pero bien. Salimos los dos, yo con una sonrisa muy especial en el rostro.
           
La fiesta en general se ha puesto en muy poco tiempo muy mutante y orgiástica. Algunas mujeres andan inclusive con las chiches de fuera. El alcohol penetra, la mara está bien peda y neblinosa.
           
Martina ofrece ir a traerme otra seven up, y no la vuelvo a ver.