COMO SI no tuviera suficiente con una pelea, el día
siguiente me volvieron a llover vergazos. Esta vez con los cholos.
Como siempre, me dijeron un par de cosas, al pasar
yo cerca del Call Center. Aquello no era la clase de cosa que estaba dispuesto
a escuchar. Entonces les respondí a los pisados, ya maleado y nada cortés. En
consecuencia, se dejaron venir. Todos los demás chavos del Call Center miraron
la escena, expectantes.
El Grifo se
miraba particularmente amenazante, bajo el sol inmoderado del medio día. Me
agarró a pura verga. Pero después le logré meter un par de patines de vuelta. Y
no solo logré meterle un par de patines, empecé a darle verga al Grifo. Tal
vergueada le estaba dando que hasta se le cayó el celular que cargaba en la
camisa.
El Macho no podía creer la pijazeada que le estaba
dando yo al Grifo, y le decía:
–Stand up,
man, come on. Are you serious? Are you going to let this motherfucker have
its…?
Hasta que él mismo decidió intervenir, metiéndome
un par de talegazos... Augghh…
Y caí. Me reventó el labio de un patín. Si vieran
cómo me lo dejó. Con lo que me quedaba de fuerzas, yo intentaba pararme.
Creo que todavía alcancé a mandarlos a la verga.
Pero para qué. Me dejaron pupuso de la vergueada.
El Macho terminó diciendo, en su tono amejicanado:
–Solo por hoy te voy a perdonar la vida, ¿me oís motherfucker?
Y se puso a reír, con efecto de que todos lo oyeran
en la cuadra.
Me levanté como pude. Iba a ser una de esas salidas
humillantes. Así ensangrentado, caminé rumbo a mi casa.
POR HACER ALGO, más tarde, me fui al Centro
Comercial. La gente, que no sabe sino meterse en lo que no le importa, se me
quedaba viendo los moretones y la cara troceada. Para mi gran sorpresa, me
encontré con el Aníbal. Iba con su hija, una adolescente. El Aníbal me preguntó
que qué me había pasado. Le conté de mi pelea con los cholos. No sé por qué,
pero me puse a llorar. Él se mostró muy empático conmigo. En verdad, el Aníbal
no es nada como lo pintan. De hecho, me parece que hay muy pocos serotes como
Aníbal en el mundo.
DECIDÍ ir al grupo en la noche.
Ahora todo el mundo me estaba preguntando que qué
putas.
El Gordo, él, simplemente me dijo:
–¿Te advertí o no que no te metieras con esos
serotes?
Preferí no decir nada.
Juan Manuel me dio un abrazo sentido.
–Ya vamos a hablarlo –me susurra.
Y eso.
PERO LA VERDAD es que en el grupo el centro de
atención sigue siendo la Moniquita.
Según me cuenta José Manuel, hay un sentimiento
general de que el asesino es Ricky, que por cierto no aparece por ningún lado.
Dicen que a lo mejor intentó violarla –o algo– y que quizá la Moniquita empezó
a gritar, y entonces, en pánico, Ricky la terminó matando.
CUANDO José Manuel comparte, va diciendo cosas de
aliento:
–Miren muchá, yo no sé quién mató a la Moniquita,
solo sé que es una desgracia lo que le ocurrió, fue un gran morongazo, a
huevos. Pero no podemos perder la fe en el grupo, y sobre todo no podemos irnos
a consumir. Lo que nos corresponde es seguir chambeando en nuestra
recuperación. Unos están culpando a un miembro del grupo por lo que le pasó a
nuestra compañerita. A la gran puta, muchá: agarren la onda: entiendan que él
es uno de nosotros, hombre. Si ya mantenerse limpio cuesta un huevo, como para
que encima nuestros propios compañeritos no estén tirando tierra encima. Al
talega que mató a la Moniquita lo vamos a encontrar, eso sin ninguna serota
duda. Pero yo en tanto que Coordinador no voy admitir acusaciones de ninguna
clase, mientras no haya fundamento, o pruebas pues…
Me pareció muy decente de su parte eso que dijo.
Al final de la reunión, me quedé hablando con el
Aníbal.
En un acto de tremenda intimidad, me dice, Aníbal,
que todo esto de la Moniquita le ha tocado tremendamente el alma; y eso es
porque su hija, la que estaba en el centro comercial con él la otra tarde,
tiene la misma edad: la misma edad de la Moniquita cuando la mataron.
Lo que no me esperaba es que se pusiera a llorar un
poco, conmigo.
Volví a mi casa en la noche, y me di cuenta que
tenía catorce llamadas perdidas de la Loca Serota en el celular (mismo que
había dejado olvidado sobre la tele).
Tengo que decir que ya está empezando a asustarme
un poquito, esta chava.
En un mensaje, me dijo la clase de cosas que uno no
consideraría dignas de una dama:
–Oíme lo que te voy a decir pedazo de mierda: de mí
no te vas a esconder.
En otro decía:
–Ajá: muy hombre para meterme la paloma, pero nada
de huevos para responderme en el celular.
Algunos mensajes eran de otro tono:
–Sebastián, amor mío, contestáme, si yo solo quiero
que estemos juntos, por el amor de Dios, contestá…
Enormes contradicciones, en esa santa mujer,
enormes contradicciones.
SIN GANAS de salir de mi departamento. La verdad es
que tengo un cacho de miedo. El miedo se ha apresurado a meterse por cada
grieta de mi sistema, y grietas en mi sistema hay suficientes. No soy
partidario de ahuevarme más de la cuenta, pero hoy no he podido evitarlo: tengo
miedo de los cholos, miedo de Rafa, miedo de la Loca Serota, y miedo
sociopolítico de este país en general.
Como a eso de las once, me llama Juan Manuel, para
preguntarme que qué me había pasado. Al menos tengo a Juan Manuel. Le cuento de
mi pelea con los cholos.
–¿No te había dicho el Gordo que eran peligrosos
esos serotes, que incluso se dedicaban a matar gente por dinero? Mantenéte
alejado de ellos, hombre –dice con voz cargada de regaño.
Y mientras siento la humillación y vergüenza
desplegarse en mi cuerpo, le respondo que sí, que tiene razón.
Siempre dignatario del Programa, Juan Manuel
termina diciendo, con un grado de autoridad encomiable:
–Es hora de ponerlo todo en las manos del Jefe, o
de lo contrario te vas a ir poner hasta la mierda.
Una vez terminada la comunicación con Juan Manuel,
es exactamente lo que hago. Me pongo de rodillas –lo cual me hace sentir
moderadamente estúpido– y le pido al Universo que por favor se haga cargo él
de las mierdas, porque yo ya ni le atino.
Me sentí bien después.
En verdad, es bueno tener amigos como Juan Manuel,
quien se ha portado a lo largo de este proceso de recuperación como un
príncipe.
ALLÍ EN EL GRUPO, todos mantienen la teoría de que
Ricky mató a la Moniquita. Dicen que vieron cómo intentó abordarla varias
veces.
De ello se habló en la reunión de trabajo, a la
cual no le puse toda la atención que me hubiera gustado, mayormente porque Rafa
me estaba mirando feo, aunque no volvió a retarme a los vergazos.
Rafa es un tipo medio mamado, he de decirlo. Y
aunque no soy de los que me rajo, ciertamente no estoy de humor para otro
intercambio de morongazos con él.
Lo que sí es que Ricky no aparece por ningún lado.
Ya lo llamaron… Ya lo fueron a buscar a su casa… Ya todo... Y nada.
Una última cosa que se dijo en la reunión es que la
dueña del local, como se llame la vieja, dice que si no le pagamos la renta en
un par de semanas, nos vamos a tener que ir a la verga de aquí. ¿Es que vamos a
tener que mudarnos?
Pero es que la Séptima ha estado baja, y nadie
quiere poner pisto en la cesta.
Es posible que la señora esté bien frikeada con lo
del asesinato, y ya no quiera saber ni mierda de nosotros, y por eso nos esté
haciendo presión. Si yo estuviera en su lugar, también me estuviera dando la
pálida, la verdad. Este grupo está lleno de la clase de pisados que uno teme
encontrarse en la calle. Y siempre hay vergueo, siempre un griterío pisado
adentro, siempre el local está todo shuco. Y encima de todo, ni le pagamos. En
vista de todo lo cual es normal que nos quiera echar a al verga, digo yo.
Al entrar al edificio, luego de la reunión me
comenta el recepcionista del edificio que Bianka me ha venido a buscar.
YA SE ME ESTÁ PASANDO el miedo de salir un poquito.
Voy a comprar cigarros a la tienda. Los cholos, por suerte, no están a la
vista.
Cuando vengo de regreso, el Poli del Call Center se
me acerca subrepticiamente, para hablarme. En confianza me dice que él no
aguanta tampoco a los cholos, que los cholos se portan con él “bien pura
mierda”.
Luego me da algo. Un celular. Me explica que se le
cayó al Grifo durante la pelea que tuvimos. Que él lo recogió sin que nadie se
diera cuenta –todos estaban en ese momento enfocados en el vergoloteo– y que me
lo había guardado.
“Quédatelo”, me dijo.
Le pregunté que para qué me lo estaba dando.
–Aunque sea algo que les quités, después de la
vergueada que te metieron.
Y bueno, en esa lógica, me llevé el celular. Lo
metí en una gaveta, y me olvidé de él.
ME HAN LLAMADO para decirme que Edgar, aquel amigo
de consumo, ha muerto.
Murió en una pensión pura mierda de la zona 1.
A Edgar yo lo vi meterse cantidades respetables de
piedra. Alguna vez tenía que morirse.
Esas pensiones, yo las conozco. Lugares
infecciosos, en donde cualquiera está dispuesto a acuchillarte profesionalmente
por una milímetro cuadrado de piedra. Es para cagarse del miedo.
La mierda es que en una de esas pensiones murió el
Edgar. A saber en qué condiciones, a saber con cuáles miedos pisados. Que lo
proteja el universo, que lo proteja el gran Tata.
Si hubiera venido al grupo, tal y como le sugerí,
tal vez se hubiera salvado... Tal vez...
Que yo sepa, Edgar ya no tenía relación con su
familia. Hace rato lo habían echado de su casa. Ya nada querían saber sus
viejos de él.
Vivía en la zona 1, hueveando para consumir.
Cómo estoy de feliz de estar vivo y limpio, y no
puro fantasma en un punto o en un motel con una marciana serota.
Al DÍA SIGUIENTE, voy con Juan Manuel a la iglesia
del barrio, que es a la que él va, por quedarle tan cerca del grupo.
–Vos viviendo tan cerca, deberías venir más
seguido, hombre –me dice.
Le respondo que de hecho vine hace unos días.
–¿Y de la Bianka qué has sabido?
–¿Mande?
–La Bianka, mula. ¿Qué pasó con ella?
–La otra vez me llamó como catorce veces. Y al día
siguiente todavía me llegó a buscar.
Así quedito, como para no herir el silencio de la
atmósfera, Juan Manuel me va diciendo que aún no hay noticias de Ricky, y que,
aunque le duele bastante, todo apunta a que fue Ricky el culpable del crimen de
la Moniquita.
Un hombre de complexión frágil está orando, al
fondo.
RICKY REAPARECIÓ.
Estaba hecho verga. Había recaído.
Llegó y se sentó y se puso a llorar.
Levantó la mano.
Alguien le llevó un café.
Ramiro le dio la bienvenida.
Le dijo:
–Sí, mano: tenés que preguntarte, ya con el corazón
en la mano: “¿qué chingados me llevó a consumir, que chingados me hizo
recaer?”. Y destruir el orgullo mierda que nos aqueja siempre a los pinches
adictos, que a puro huevo queremos las mieles de la recuperación pero no
estamos dispuestos a trabajar por ellas y no decimos la verdad nada de lo que
les nos está pasando y cuando menos sentimos nos vamos de hocico…
Ricky lloraba, lloraba, el cabrón. Sus proporciones
hoy parecían chiquitas, patéticamente chiquitas; estaba tan disminuido… Pues
sí… Hecho verga.
Nadie lo acusó de nada. Bien podía ser el asesino;
pero antes que eso era un enfermo, como nosotros. Un gusano. Un adicto.
ME LLAMA Juan Manuel, y está como triste. Me cuenta
que su padrino está muy deprimido por la muerte de la Moniquita, muy deprimido,
por no comprender quién ni por qué la mataron. Juan Manuel me comenta, roto él,
que Don Esvin no ha tenido ningún tiempo para estar con él. Y por tanto que no
ha podido trabajar su programa como le gustaría.
Juan Manuel ha sido muy decente conmigo en los días
anteriores; así que he procurado estar allí para él, hoy que se siente
vulnerable.
Pero en cierto modo me parece exagerada su actitud.
Creo que se está victimizando un poco.