6.

EN CONJUNTO, decido ir al visitar al Edgar, que no atina, el serote. A ver si puedo hacerlo entrar en razón.
           
Uno piensa en los amigos de consumo, y se le llenan de lágrimas los ojos. Yo sé que en el grupo dicen que hay que alejarse de ellos, pero es que esos serotes lo acompañaron a uno en las buenas y en las malas, y yo culero la verdad es que no soy.
           
La verdad es que a pesar de todo el egoísmo y la estupidez narcisista de la droga, también se dan auténticos momentos de solidaridad en el mundo del consumo. Incluso entre los drogos hay formas de afecto. 
           
Pues entre mis amigos más queridos de consumo está el Edgar, decía. Lo conozco rebien, al serote. Tenemos una relación que se remonta al colegio. En la clase éramos siempre los más gruesos. Bien pedos nos poníamos. Un auténtico enfermo, el cabrón. De todos los cuartes de juerga es a quien más afecto le tengo. Lo quiero no un cacho sino un vergo.
           
Cómo no lo voy a tener en mente, si siempre ha sido mi puro bróder.          
           
A los amigos no hay que dejarlos solos. Así que lo tengo intencionado buscarlo en su casa, a ver si sigue vivo.
           
Llevándole un poco de billete, al verga, porque seguramente está bien bien pisado.
           
Edgar vive en la zona 1, cerca del mercado central.
           
Agarro bus, pues. 
           
El tráfico en la zona 1 está bien agitado.
           
Finalmente llego, toco el timbre, me abre, parece contento de verme.
           
–Qué onda.
           
–Qué onda.
           
Es como el último zombi de la película. Subimos por unas escaleras vergueadas, luego a un pasillo que bueno fuera limpiaran de vez en cuando.
           
Finalmente entramos a su casa. Era un sumidero. 
           
–No jodás, vos, limpiá aunque sea un poquito –exigí.
           
Nada funciona. No hay agua. No hay luz.
           
La casa de Edgar es algo así como el ground zero.
           
La devastación es apocalíptica y total.
           
Un sentimiento de suciedad me inunda el alma. Hasta me dan ganas de guaquear. Hay malos espíritus, en este lugar.
           
Huele bien mal.
           
O es que el mismo Edgar huele mal. ¿Huele mal Edgar?
           
Lo que puedo decir es que está en mal estado. Su aspecto es ligeramente perturbador. No es por nada, pero solo de verlo agradecí estar limpio.
           
Lo veo como débil, al serote, como sin fuerza. Decirle que vaya al doctor seguramente no va a servir de nada.
           
Lo mismo su perro: está en mal estado. Ya ni se mueve, el animal: a saber cuándo fue la última vez que comió. O sea. 
           
–¿Cuándo fue la última vez que le diste de comer a ese pobre chucho vos?
           
–Hoy –dice, como si no le importara mentir.
           
Ciertamente, ya no puedo respetar a las personas que no cuidan a sus animales.
           
A  huevos el Edgar está consumiendo macizo.
           
De hecho, ya se está fumando un gran puro. Ofrece, aunque el verga sabe que ando limpio. Le digo que ni mierda. 
           
Por mí que fume. De todos modos, ganas no me dan. Más bien se me quitan, de verlo a él. Y eso que a mí la mota me encula.
           
También está chupando, el Edgar. Un octavito.
           
Triste.
           
Atardece. La luz natural se retira, y la oscuridad necrosante lo penetra todo. Aparte de que no hay luz eléctrica. ¿Cómo va a ser que Edgar viva en una casa sin luz eléctrica? Puta, si sus viejos tienen billete.
           
Pero los viejos de Edgar ya no quieren saber ni pura verga de él.
           
Le voy dirigiendo palabras de aliento a Edgar, insisto en que deje la chingadera, verdad, vos, o querés vivir siempre pura rata serota. No se requiere mucho, solo que vayás a un grupo.
           
Tras lo cual me repite:
           
–La mierda es que no puedo, no puedo –dice él, apenas irguiéndose, y su voz viene de a saber qué negrura.
           
Su rostro tiene algo de horrible, en esta oscuridad. Tiene los ojos bien abiertos, bien abiertos. Su complexión es cadavérica.
           
Intento hablarle con mucho tono, desmesuradamente. Y a veces despacio, de manera penetrante. Pero no estoy atinando. En la casa de al lado, se oye la voz de unos chirices. Contengo la respiración.
           
La noche ha entrado completamente, con algún despecho, a la casa de Edgar. Se siente tan cercana, tan íntima, tan glacial. Edgar pone unas candelas, que no consiguen erosionar la atmósfera opresiva. Finalmente él se queda en silencio. Yo también. Los dos nos quedamos en silencio. Ya no hay nada qué decir. Así que se vaya.
           
Finalmente, Edgar rompe el silencio para pedirme prestado, para una piedra. Le doy el billete.
           
Culero no soy.
           
Por demás el olor de la mota ya empieza a hechizarme. Es mejor irse a la verga.
           
Salgo de su casa, de la casa de Edgar, tras una despedida más bien rara.
           
Y es que no puedo. No está en mis manos. El afecto no es suficiente, a veces. Y a veces, a los amigos hay que dejarlos.       
           
Agarro directo al grupo.          


                                   
ME LLAMA Juan Manuel para preguntarme donde queda el Call Center, el que está cerca de mi casa. Me explica que necesita el dato porque está pensando en ir a buscar chamba.
           
Le doy la ubicación, y por supuesto le pregunto que por qué se va a cambiar de chance, si tan bien que le estaba yendo en el suyo (predio).
           
–Es que mi jefe me sacó de onda. 
           
Lo cual me parece una culerada por parte del jefe, pues Juan Manuel es un buen empleado.
           
A diferencia de mi persona, que no soy otra cosa que un huevón, un huevón que se dedica a chimar mujeres con dueño. Un bueno para ni pura verga.



EL RECEPCIONISTA del edificio me ha contado, entre lágrimas, que balearon a su papá. Puta, qué historia.
           
Su papá era maestro de música de no sé qué instituto. Venancio se llamaba. Lo balearon por robarle un celular: un celular que ni siquiera tenía, el pobre ruco.
           
Este país ya se chingó hace un montón de tiempo. Es que no agarramos la onda.
           
La reverencial plomaceada ocurrió hace una semana. Digo que ocurrió hace una semana, pero pudo haber ocurrido cualquier día. Todos los días oímos un vergo de historias en esta línea.
           
Vino el delincuente –que era un patojito, parece–, hizo como que estaba casaqueando en un teléfono público, espoteó al señor Venancio, lo abordó por la espalda, lo encañonó, frente a la mirada de los presentes, todos los cuales no intervinieron (porque tengo una familia que cuidar dijo tal vez uno, de mi vida dependen la vida de otros dijo acaso el otro, y esas cosas que nos contamos a nosotros mismos para continuar siendo unos malditos cobardes), el gatillero le exigió pues al señor Venancio el celular, y cómo éste no le dio nada, abrió fuego, el man, y hasta cagándose de la risa.
           
Fueron seis tiros, en distintos ángulos. En el suelo, quedaron seis casquillos occisos de una nueve milímetros. El criminal era cruel y ágil (luego se zafaría velocísimo en una moto sin placas). Así está la onda.
           
Y allí queda el señor Venancio, con todos sus setenta y dos años desparramados en el suelo. El caco para mientras ve con desdén ese cuerpo licuado por las balas, si es que se digna a verlo. No es la primera vez que dispara contra alguien; fue por ello arrestado en el pasado, pero puesto en libertad días después.
           
Qué rico sintió el delincuente, descargando los seis plomos, para huevearle un celular inexistente al anciano. Tenía la expresión de un hombre que ha encontrado su lugar en el mundo. Incluso buscaba la mejor posición, antes de disparar nuevamente. Se nos ocurre que aparte de ser delincuente profesional y pragmático –cuya chamba es matar– el cuate es enfermo mental que establece propiciatoriamente estas situaciones, para regocijo íntimo.
           
Alcanzo a entender que Venancio fue baleado así: en el abdomen del lado izquierdo; en la mano (inclusive se le desprendió el pulgar derecho); también en el brazo izquierdo, lo cual hizo que dijera aaay aaay; en la pierna en seguida; detrás del cuello, mitológicamente; y por último: en el tórax.                 
           
Mientras le baleaba, a gusto, el pistolero lo imprecaba asimismo: “Te jodiste por avaro”, “Esto va para todos los culeros como vos que no sueltan ni mierda”, añadió, “A mí ningún viejo pendejo me va a negar un celular”. Su voz era la de un sultán de la oscuridad.
           
Venancio decía: nada, no decía nada.
           
Para colmo Venancio no usaba celular, porque era de otra generación y rara avis.
           
Y porque era medio sordo, cosa más bien extraña, tomando en cuenta que era maestro de música. Y entonces les ponía a todos sus alumnos buenas calificaciones, porque igual no escuchaba.
           
Y para qué usar celular, si era medio sordo.
           
Entre sus chivas encontraron, eso sí, una flauta: una flauta de plástico. No sé si ya dije que era profesor de música.            
           
A Venancio se le salía un olor mefítico del cuerpo agujereado.
           
Este servidor imagina que mientras se moría el viejo, escuchaba una sinfonía de Brahms, porque se había disparado en su cerebro una área neurológica en donde estaba encapsulada esa determinada pieza o sinfonía.
           
Sangre en el suelo, venida de los patios de la sangre, interludiando lo gris de la calle. El cuerpo magullado de Venancio, antes y previamente alargado, dilatado, se contrae, deriva hacia una contorsión atroz.
           
Es una sinfonía de Brahms, sí, pero a ratos es una pieza de marimba, y luego un coro de ángeles. Un musicón, pues.
           
Espera y horror; conciliación y pánico: una situación extraña, a no dudarlo.            
           
Y la lengua entumecida.                     
           
Nadie parece querer ayudarlo; nadie se apresura a editar esta situación, a manipularla de alguna manera. Nadie está llamando a los bomberos. No tienen reserva en ser tan indolentes, los mierdas esos que lo están viendo, la mara, pues. 
           
Venancio se arrastra, escucha a alguien decir:
           
–Tiene frío.
           
Otro sugiere que le pongan una chumpa encima.
           
Un tercero contesta:
           
–Yo le pondría la mía, pero la acabo de lavar.             
           
Todos comentan, nadie auxilia. Esta situación es un gran mango, jugoso de indiferencia. Hay indignación, eso sí, pero más bien ataraxia.
           
–Escoria –claman, refiriéndose al criminal, pero nadie mueve un dedo.
           
Imagino en la escena una señora azafranada de billete, dentro de su imponente SUV. Diciendo: “Pobrecito, pobrecito”.   
           
También un ayudante de camioneta, a quien le piden que llame a los socorristas: “Yo no voy a gastar tarjeta de celular por otro serote que ni conozco”.
           
Está el policía de Emetra, enervado él, incluso para vergazos, por el tráfico que se le ha montado.
           
Luego hay un fumador consuetudinario de mota. Se encontraba en un ambiente interno mullido–kinestésico pero luego vino el acontecimiento del acribillamiento, y eso lo puso a maltripear. 
           
Allí pasa un albañil, cubierto y gravado por el polvo de años de andar haciendo zanjas, paredes perimetrales, manto asfáltico o lo que fuere.
           
A su lado está el señor transexual, en puros tacones, acuchillando el ambiente con sus sendos gritos.
           
Gorda y sin finura, gordeando, la señora de las naranjas está subiendo la voz que da gusto:
           
–Maldito asesino hijo de cuarenta mil putas –ha dicho, homéricamente.
           
La señora con pisto, falsamente indignada, falsamente advocativa,  manda a su guachimán a ver qué está pasando y si puede echar una mano, pero sobre todo a comprobar si la sangre no le ha manchado la SUV:
           
–Antonio, míreme si la sangre no me manchó el carro.
           
Dice la vieja embotada y reserota.
           
El policía de Emetra le grita a Venancio:
           
–Muévase señor, ¿no ve pues que está parando el tráfico?
           
A lo cual el motero consuetudinario responde:
           
–Creo que voy a guacalear.                   
           
El albañil, él solamente, está ayudando a Venancio:

–Yo le ayudo, don.
           
Pero en realidad no lo está ayudando, lo está basculeando, para ver si le puede robar el reloj o la billetera. Lo que más rabia da es que termina llevándose la flauta de plástico.
           
Vestida de rojo magenta, la señora de las naranjas grita desde su ancha caja de resonancia interior:
           
–Llamen a los bomberos, por amor de Jesús, llamen a los bomberos. Pero ella misma no los llama.
           
¿Por qué chingados no los llama?
           
Para querer ayudar tanto, ayuda muy poco.
           
El transexual de los tacones refiere:
           
–Esto no es nada. A una mi amiga le serrucharon el pene hace dos semanas.
           
Entre el albañil y el de Emetra mueven al señor Venancio, y lo recuestan contra el muro. 
           
A un chucho, que ha salido de pronto, se le ocurre lamerle la mano sangrienta. El sol le da en la cara al profesor de música. Poco a poco, se van dispersando todos los presentes.                            
Venancio deja de existir.
           
Pero justo antes recuerda a su hijo que trabaja en un edificio como recepcionista.
           
Y recuerda que tiene que hacer un examen en el instituto, mañana.
           
Y luego de plano sí se muere.
           
Eso fue.
           
Dos horas más tarde, llegaron los socorristas, que esa mañana habían tenido, por lo visto, una mañana ajetreada.
           
Se lo llevaron a saber a donde.
           
Todo volvió a la Normalidad.
           
Alguien le regala un pedazo de pollo al chucho.
           
El recepcionista del edificio empieza a preocuparse, por su papá que no llega.
           
Y lo peor es que no lo puede llamar, porque su papá no carga celular.