EN CONJUNTO, decido ir al visitar al Edgar, que no
atina, el serote. A ver si puedo hacerlo entrar en razón.
Uno piensa en los amigos de consumo, y se le llenan
de lágrimas los ojos. Yo sé que en el grupo dicen que hay que alejarse de
ellos, pero es que esos serotes lo acompañaron a uno en las buenas y en las
malas, y yo culero la verdad es que no soy.
La verdad es que a pesar de todo el egoísmo y la
estupidez narcisista de la droga, también se dan auténticos momentos de
solidaridad en el mundo del consumo. Incluso entre los drogos hay formas de
afecto.
Pues entre mis amigos más queridos de consumo está
el Edgar, decía. Lo conozco rebien, al serote. Tenemos una relación que se
remonta al colegio. En la clase éramos siempre los más gruesos. Bien pedos nos
poníamos. Un auténtico enfermo, el cabrón. De todos los cuartes de juerga es a
quien más afecto le tengo. Lo quiero no un cacho sino un vergo.
Cómo no lo voy a tener en mente, si siempre ha sido
mi puro bróder.
A los amigos no hay que dejarlos solos. Así que lo
tengo intencionado buscarlo en su casa, a ver si sigue vivo.
Llevándole un poco de billete, al verga, porque
seguramente está bien bien pisado.
Edgar vive en la zona 1, cerca del mercado central.
Agarro bus, pues.
El tráfico en la zona 1 está bien agitado.
Finalmente llego, toco el timbre, me abre, parece
contento de verme.
–Qué onda.
–Qué onda.
Es como el último zombi de la película. Subimos por
unas escaleras vergueadas, luego a un pasillo que bueno fuera limpiaran de vez
en cuando.
Finalmente entramos a su casa. Era un sumidero.
–No jodás, vos, limpiá aunque sea un poquito
–exigí.
Nada funciona. No hay agua. No hay luz.
La casa de Edgar es algo así como el ground zero.
La devastación es apocalíptica y total.
Un sentimiento de suciedad me inunda el alma. Hasta
me dan ganas de guaquear. Hay malos espíritus, en este lugar.
Huele bien mal.
O es que el mismo Edgar huele mal. ¿Huele mal
Edgar?
Lo que puedo decir es que está en mal estado. Su
aspecto es ligeramente perturbador. No es por nada, pero solo de verlo agradecí
estar limpio.
Lo veo como débil, al serote, como sin fuerza.
Decirle que vaya al doctor seguramente no va a servir de nada.
Lo mismo su perro: está en mal estado. Ya ni se
mueve, el animal: a saber cuándo fue la última vez que comió. O sea.
–¿Cuándo fue la última vez que le diste de comer a
ese pobre chucho vos?
–Hoy –dice, como si no le importara mentir.
Ciertamente, ya no puedo respetar a las personas
que no cuidan a sus animales.
A huevos el
Edgar está consumiendo macizo.
De hecho, ya se está fumando un gran puro. Ofrece,
aunque el verga sabe que ando limpio. Le digo que ni mierda.
Por mí que fume. De todos modos, ganas no me dan.
Más bien se me quitan, de verlo a él. Y eso que a mí la mota me encula.
También está chupando, el Edgar. Un octavito.
Triste.
Atardece. La luz natural se retira, y la oscuridad
necrosante lo penetra todo. Aparte de que no hay luz eléctrica. ¿Cómo va a ser
que Edgar viva en una casa sin luz eléctrica? Puta, si sus viejos tienen billete.
Pero los viejos de Edgar ya no quieren saber ni
pura verga de él.
Le voy dirigiendo palabras de aliento a Edgar,
insisto en que deje la chingadera, verdad, vos, o querés vivir siempre pura
rata serota. No se requiere mucho, solo que vayás a un grupo.
Tras lo cual me repite:
–La mierda es que no puedo, no puedo –dice él,
apenas irguiéndose, y su voz viene de a saber qué negrura.
Su rostro tiene algo de horrible, en esta
oscuridad. Tiene los ojos bien abiertos, bien abiertos. Su complexión es
cadavérica.
Intento hablarle con mucho tono, desmesuradamente.
Y a veces despacio, de manera penetrante. Pero no estoy atinando. En la casa de
al lado, se oye la voz de unos chirices. Contengo la respiración.
La noche ha entrado completamente, con algún
despecho, a la casa de Edgar. Se siente tan cercana, tan íntima, tan glacial.
Edgar pone unas candelas, que no consiguen erosionar la atmósfera opresiva.
Finalmente él se queda en silencio. Yo también. Los dos nos quedamos en
silencio. Ya no hay nada qué decir. Así que se vaya.
Finalmente, Edgar rompe el silencio para pedirme
prestado, para una piedra. Le doy el billete.
Culero no soy.
Por demás el olor de la mota ya empieza a
hechizarme. Es mejor irse a la verga.
Salgo de su casa, de la casa de Edgar, tras una
despedida más bien rara.
Y es que no puedo. No está en mis manos. El afecto
no es suficiente, a veces. Y a veces, a los amigos hay que dejarlos.
Agarro directo al grupo.
ME LLAMA Juan Manuel para preguntarme donde queda
el Call Center, el que está cerca de mi casa. Me explica que necesita el dato
porque está pensando en ir a buscar chamba.
Le doy la ubicación, y por supuesto le pregunto que
por qué se va a cambiar de chance, si tan bien que le estaba yendo en el suyo
(predio).
–Es que mi jefe me sacó de onda.
Lo cual me parece una culerada por parte del jefe,
pues Juan Manuel es un buen empleado.
A diferencia de mi persona, que no soy otra cosa
que un huevón, un huevón que se dedica a chimar mujeres con dueño. Un bueno
para ni pura verga.
EL
RECEPCIONISTA del edificio me ha contado, entre lágrimas, que balearon a su
papá. Puta, qué historia.
Su
papá era maestro de música de no sé qué instituto. Venancio se llamaba. Lo
balearon por robarle un celular: un celular que ni siquiera tenía, el pobre
ruco.
Este
país ya se chingó hace un montón de tiempo. Es que no agarramos la onda.
La
reverencial plomaceada ocurrió hace una semana. Digo que ocurrió hace una
semana, pero pudo haber ocurrido cualquier día. Todos los días oímos un vergo
de historias en esta línea.
Vino
el delincuente –que era un patojito, parece–, hizo como que estaba casaqueando
en un teléfono público, espoteó al señor Venancio, lo abordó por la espalda, lo
encañonó, frente a la mirada de los presentes, todos los cuales no
intervinieron (porque tengo una familia que cuidar dijo tal vez uno, de mi vida
dependen la vida de otros dijo acaso el otro, y esas cosas que nos contamos a
nosotros mismos para continuar siendo unos malditos cobardes), el gatillero le
exigió pues al señor Venancio el celular, y cómo éste no le dio nada, abrió
fuego, el man, y hasta cagándose de la risa.
Fueron
seis tiros, en distintos ángulos. En el suelo, quedaron seis casquillos occisos
de una nueve milímetros. El criminal era cruel y ágil (luego se zafaría
velocísimo en una moto sin placas). Así está la onda.
Y
allí queda el señor Venancio, con todos sus setenta y dos años desparramados en
el suelo. El caco para mientras ve con desdén ese cuerpo licuado por las balas,
si es que se digna a verlo. No es la primera vez que dispara contra alguien;
fue por ello arrestado en el pasado, pero puesto en libertad días después.
Qué
rico sintió el delincuente, descargando los seis plomos, para huevearle un
celular inexistente al anciano. Tenía la expresión de un hombre que ha
encontrado su lugar en el mundo. Incluso buscaba la mejor posición, antes de
disparar nuevamente. Se nos ocurre que aparte de ser delincuente profesional y
pragmático –cuya chamba es matar– el cuate es enfermo mental que establece
propiciatoriamente estas situaciones, para regocijo íntimo.
Alcanzo
a entender que Venancio fue baleado así: en el abdomen del lado izquierdo; en
la mano (inclusive se le desprendió el pulgar derecho); también en el brazo
izquierdo, lo cual hizo que dijera aaay aaay; en la pierna en seguida; detrás
del cuello, mitológicamente; y por último: en el tórax.
Mientras
le baleaba, a gusto, el pistolero lo imprecaba asimismo: “Te jodiste por
avaro”, “Esto va para todos los culeros como vos que no sueltan ni mierda”,
añadió, “A mí ningún viejo pendejo me va a negar un celular”. Su voz era la de
un sultán de la oscuridad.
Venancio
decía: nada, no decía nada.
Para
colmo Venancio no usaba celular, porque era de otra generación y rara avis.
Y
porque era medio sordo, cosa más bien extraña, tomando en cuenta que era
maestro de música. Y entonces les ponía a todos sus alumnos buenas
calificaciones, porque igual no escuchaba.
Y
para qué usar celular, si era medio sordo.
Entre
sus chivas encontraron, eso sí, una flauta: una flauta de plástico. No sé si ya
dije que era profesor de música.
A
Venancio se le salía un olor mefítico del cuerpo agujereado.
Este
servidor imagina que mientras se moría el viejo, escuchaba una sinfonía de
Brahms, porque se había disparado en su cerebro una área neurológica en donde
estaba encapsulada esa determinada pieza o sinfonía.
Sangre
en el suelo, venida de los patios de la sangre, interludiando lo gris de la
calle. El cuerpo magullado de Venancio, antes y previamente alargado, dilatado,
se contrae, deriva hacia una contorsión atroz.
Es
una sinfonía de Brahms, sí, pero a ratos es una pieza de marimba, y luego un
coro de ángeles. Un musicón, pues.
Espera
y horror; conciliación y pánico: una situación extraña, a no dudarlo.
Y la
lengua entumecida.
Nadie
parece querer ayudarlo; nadie se apresura a editar esta situación, a
manipularla de alguna manera. Nadie está llamando a los bomberos. No tienen
reserva en ser tan indolentes, los mierdas esos que lo están viendo, la mara,
pues.
Venancio
se arrastra, escucha a alguien decir:
–Tiene
frío.
Otro
sugiere que le pongan una chumpa encima.
Un
tercero contesta:
–Yo
le pondría la mía, pero la acabo de lavar.
Todos
comentan, nadie auxilia. Esta situación es un gran mango, jugoso de
indiferencia. Hay indignación, eso sí, pero más bien ataraxia.
–Escoria
–claman, refiriéndose al criminal, pero nadie mueve un dedo.
Imagino
en la escena una señora azafranada de billete, dentro de su imponente SUV.
Diciendo: “Pobrecito, pobrecito”.
También
un ayudante de camioneta, a quien le piden que llame a los socorristas: “Yo no
voy a gastar tarjeta de celular por otro serote que ni conozco”.
Está
el policía de Emetra, enervado él, incluso para vergazos, por el tráfico que se
le ha montado.
Luego
hay un fumador consuetudinario de mota. Se encontraba en un ambiente interno
mullido–kinestésico pero luego vino el acontecimiento del acribillamiento, y
eso lo puso a maltripear.
Allí
pasa un albañil, cubierto y gravado por el polvo de años de andar haciendo
zanjas, paredes perimetrales, manto asfáltico o lo que fuere.
A su
lado está el señor transexual, en puros tacones, acuchillando el ambiente con
sus sendos gritos.
Gorda
y sin finura, gordeando, la señora de las naranjas está subiendo la voz que da
gusto:
–Maldito
asesino hijo de cuarenta mil putas –ha dicho, homéricamente.
La
señora con pisto, falsamente indignada, falsamente advocativa, manda a su guachimán a ver qué está pasando y
si puede echar una mano, pero sobre todo a comprobar si la sangre no le ha
manchado la SUV:
–Antonio,
míreme si la sangre no me manchó el carro.
Dice
la vieja embotada y reserota.
El
policía de Emetra le grita a Venancio:
–Muévase
señor, ¿no ve pues que está parando el tráfico?
A lo
cual el motero consuetudinario responde:
–Creo
que voy a guacalear.
El
albañil, él solamente, está ayudando a Venancio:
–Yo
le ayudo, don.
Pero
en realidad no lo está ayudando, lo está basculeando, para ver si le puede
robar el reloj o la billetera. Lo que más rabia da es que termina llevándose la
flauta de plástico.
Vestida
de rojo magenta, la señora de las naranjas grita desde su ancha caja de
resonancia interior:
–Llamen
a los bomberos, por amor de Jesús, llamen a los bomberos. Pero ella misma no
los llama.
¿Por
qué chingados no los llama?
Para
querer ayudar tanto, ayuda muy poco.
El
transexual de los tacones refiere:
–Esto
no es nada. A una mi amiga le serrucharon el pene hace dos semanas.
Entre
el albañil y el de Emetra mueven al señor Venancio, y lo recuestan contra el
muro.
A un
chucho, que ha salido de pronto, se le ocurre lamerle la mano sangrienta. El
sol le da en la cara al profesor de música. Poco a poco, se van dispersando
todos los presentes.
Venancio
deja de existir.
Pero
justo antes recuerda a su hijo que trabaja en un edificio como recepcionista.
Y
recuerda que tiene que hacer un examen en el instituto, mañana.
Y
luego de plano sí se muere.
Eso
fue.
Dos
horas más tarde, llegaron los socorristas, que esa mañana habían tenido, por lo
visto, una mañana ajetreada.
Se
lo llevaron a saber a donde.
Todo
volvió a la Normalidad.
Alguien
le regala un pedazo de pollo al chucho.
El
recepcionista del edificio empieza a preocuparse, por su papá que no llega.
Y lo peor es que no lo puede llamar, porque su papá no carga celular.